«¡Qué animales! ¡qué animales!» Estas fueron las únicas palabras que acertaba a pronunciar después de aquella sangría…
Unas horas antes…
Cuando despertó por la mañana se dió cuenta de que algo era distinto. Todo estaba en calma, se oían voces de fondo y una gran nube gris se cernía sobre sus cabezas temerosas. Era el día D. Se levantó como cada dia lanzándose desde lo alto de sus literas metálicas de color rojo y amarillo.
El día era similar a los demás, excepto en la hora. Eran las 7:35 a.m. y sabía que esa no era la hora de levantarse para ir al trabajo. Sin embargo todo empezaba igual. Todo en el mismo riguroso orden de cada día:
1. Visitar al amigo Roca
2. Vestirse
3. Peinarse
4. Afeitarse
5. Desayunar
Después de esto la cosa cambiaba. Un gran sobre blanco con su nombre aguardaba en la mesa de madera del salón. Era una mesa de estilo sobrio y color claro, con una capa de barniz que reflejaba los brochazos que le habían sido aplicados el verano anterior, después de su lijado de rigor. Pero lo que destacaba era el sobre. Ese sobre que no tenía por qué estar allí, y contenía una autorización de ingreso para la carnicería el hospital.
Se subió cabizbajo en aquel coche blanco y sucio de la lluvia del dia anterior. Era el coche familiar. Su padre iba al volante y su madre se apresuraba con los últimos retoques revisando cada documento que llevaba consigo para asegurarse de que no faltaba ninguno.
Con cuidado de no enganchar aquel trozo de carne en ningún sitio se introdujo en el vehículo y comenzaron su viaje. Al llegar todo fue amabilidad pero después de esperar durante cuarenta y tres minutos y quince segundos en las sillas azules con patas metálicas de la lúgubre sala de espera (sí, a mí también me hubiese gustado que fuesen veintisiete minutos…), después de aguardar pacientemente en la sala de espera, apareció aquel fatídico carnicero doctor.
Aquel doctor tenía una tranquilidad pasmosa, no dudaba ni un momento ninguno de sus pasos. Abrió la puerta ofreciéndole pasar a aquel pasillo de donde salían esos gritos de dolor:
– Es normal, todos los niños lloran cuando despiertan de la anestesia…
Vale, será normal, pero no tranquiliza nada.
– ¿A dónde tengo que ir? ¿Doctor?
El doctor despareció léntamente por aquel pasillo estrecho lleno de puertas cerradas al público. Cada puerta contenía un cartel que prohibía la entrada a los mortales temerosos. A los tres minutos y veinitisiete segundos volvió.
– Aquí mismo, si solo es para una uña, ¿qué más da?
Échate ahí, le dijo con su voz pausada y firme.
Cuando se tumbó en aquella camilla dos agujas enormes se introdujeron a cada lado de su dedo. Tal y como googleó el dia anterior, las agujas se introdujeron en su extremidad hasta alcanzar el hueso, retirándose un par de milímetros segundos más tarde e introduciendo aquella cantidad ingente de anestesia. En realidad cuanta más introdujesen mejor sería para después.
– ¿Qué notas? ¿si te hago así te duele?
– Erm… .sí, me duele
Él pensaba que diciendo aquellas palabras conseguiría ganar un poco de tiempo para terminar con su último caramelo de menta y mentalizarse de lo que allí iba a ocurrir. Pero allí estaba el fatídico doctor. No tuvo nada más que decir que:
– Tú empieza, si le duele ya se quejará ¿no ves que siempre te va a decir que siente que le estas tocando?
Aquel hombre no era un principiante y sabía lo que allí estaba ocurriendo. Así que el joven agarró aquel pié y comenzó su carnicería particular. Cuando el joven intentó gritar o quejarse le dijeron que mirase, que todo había terminado. Al mirar solo pudo ver un hueco rojo donde antes había una uña completa. Un hueco tan rojo y tan profundo que parecía que faltase medio dedo así que no queriendo fijar más su vista temerosa en aquella zona sangrante de su cuerpo retiró la mirada. Al retirar la mirada tuvo tan mala suerte que fue a parar a las manos del doctor.
– Mira, ya la tengo aquí, conmigo.
Dios mío, ¿cómo podía ser aquello cierto?. Habían sido uña y carne durante tantos años… y ahora era un trozo de quitina inerte sujeto por unas pinzas manchadas de sangre, de su propia sangre. La sangre que momentos antes había regado su cerebro ahora se secaba léntamente sobre el frio metal. La mano del doctor no temblaba lo más mínimo. Sujetaba aquellas pinzas con firmeza de modo que demostraba que no era la primera vez que lo hacía.
Después de liarle una venda del tamaño de tres dedos en aquel trozo de carne desgarrada le dijeron que ya podía marcharse. Todo había terminado por hoy pero él salió de allí diciendo:
«¡Qué animales! ¡qué animales!» Estas fueron las únicas palabras que acertaba a pronunciar después de aquella sangría…
Escuchando: Rakel Winchester – El marío de la carnicera
No hay comentarios en “¡Qué animales!”
mayo 31st, 2005 en 10:54
Como dice el Dr. McCoy de la «U.S.S. Enterprise» refiriéndose a nuestro siglo: «Salvajes, aún están en la edad media» (cita no literal)
mayo 31st, 2005 en 11:16
Ãnimo hombre, que con la pinta que tenía lo mínimo hubiera sido amputar por el tobillo… Uan vez pasado el mal trago, todo irá para mejor.
Que te mejores.
mayo 31st, 2005 en 12:54
Haberle cogido por sus partes y cantado aquello de «no nos haremos daño» ¿verdad? ¿doctor?.
Me alegra que sigas vivo. Ya pasó lo malo. Ahora a disfrutar lo que puedas.
Dos abrazos, uno para ti y otro para tu dedo gordo.
mayo 31st, 2005 en 22:34
AAAAissssssssSSSSSSSSSSS
Leyéndote estaba con una mano con los dedos abiertos OFUS
Ya me imagino a mi misma en la consulta suplicándole al médico y llorando llorando y llorando NO QUIERO QUE ME HAGAN NAAAAAAAA.
Nunca en mi vida me han echao un dichoso punto… nUNCA!
Q TE SEA LEVE
Un beso!
septiembre 7th, 2006 en 07:45
arbitrage Rome 1
octubre 7th, 2006 en 10:46
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